Si existe un icono en el mundo de la edición de moda, es el de la emperatriz de las editoras.

Parisina de nacimiento y neoyorkina de adopción, su paso por las revistas Harper’s Baazar y Vogue, la convierten por derecho propio en la mujer que transformó en glamour todo lo que tocó. Ella fue la inventora de la palabra “cool”.

Carente de belleza, tuvo que desarrollar su ingenio. Si añadimos que poseía una intuición como para sacar partido a todo tipo de excentricidad, entenderemos por qué llego a reinar en Nueva York, desde los años cuarenta a los ochenta.

Descubridora de fotógrafos como Avedon, Munckási, Horst o Louise Dalh-Wolfe, algunas de las fotografías más icónicas del siglo XX, se produjeron bajo su tutela. Su llegada al mundo de la edición de moda cambió el estilo de la mujer americana. Tenía tal pasión por lo arriesgado que declaró “se puede ser vulgar pero nunca aburrida”.

Llenó las revistas de dinamismo, impregnó el nuevo concepto de mujer en unas revistas que estaban llenas de damas con sombreros y sus comentarios mordaces con un toque de esnobismo, hicieron de su columna  Why dont’ you? la más leída y comentada del momento. Sus máximas son célebres “el buen gusto no existe, la elegancia es mental” o “la elegancia es innata. No tiene nada que ver con estar bien vestido”.

Descubierta por Carmel Snow en una fiesta, llegó en 1936  a Harper’s Bazaar y en 1962 a la dirección de la revista Vogue, en la que reinó hasta 1971. A través de esas páginas que siempre dictan las leyes del estilo y el gusto en el mundo, Diana era capaz de captar la creatividad de los más grandes diseñadores de su tiempo, con su inspiración, su sensibilidad artística y su personalidad arrolladora.

Después de ser despedida de Vogue por sus ediciones demasiado costosas, trabajó en el ámbito de la historia de la moda, realizando numerosas exposiciones en el Metropolitan Museum al que insufló un aire de nuevo arriesgado y de enorme éxito.

Vreeland hizo historia no sólo por ser un icono de la moda, sino también por su manera extravagante e incisiva de adelantarse a la moda y al estilo. En nuestra época de constantes cambios y donde, como Andy Warhol predijo, todo el mundo es famoso por 15 minutos, la figura de Diana Vreeland, sigue siendo un espirítu presente.

No era hermosa, pero poseía una elegancia diferente y estimulante. Ella decía ver el futuro. Su estilo refinado y exótico hizo de la ropa y las joyas sencillas el gusto de la época. Fue además famosa por saltarse las normas y las convenciones. Contradictoria; frívola y profunda, es famosa por ser el árbitro de la elegancia y a la vez declarar  que “un el ligero toque de mal gusto lo necesitamos todos”. La personalidad fue la elegancia que realmente le importaba.

Ciega en su vejez, su espíritu indomable le llevó a declarar que se había quedado así de ver tanta belleza. Locamente enamorada de su marido, al enterarse de que estaba con una mujer más joven, se enfrentó a la rival diciendo “señorita yo lo necesito más que Vd. porque soy más vieja”.

Su doncella declaró que en sus últimos momentos gritó con su voz fuerte, «no detengas la música, o le diré a mi padre». Lógico, en una mujer que bailó con la vida, creó tendencias, y siempre siguió la norma de  “debemos dar al público lo que nunca creyeron que querrían”.

Hoy su nombre está de actualidad porque se ha editado un libro, se está haciendo una película y se acaba de inaugurar una exposición sobre su trabajo en el Palacio Fortuny de Venecia, su título no puede ser más explícito “Después de Diana Vreeland, Diana Vreeland”.

 

Por Lola Garrido