La explosión de la burbuja arquitectónica ha dejado ver otras maneras de idear edificios en las que el contexto adquiere peso, los materiales se cargan de responsabilidad y la construcción de la ciudad se convierte en prioritaria frente a la inauguración de nuevos inmuebles aislados. En ese marco, la arquitectura se acerca de nuevo a su habitante. Nos habíamos olvidado de que, por encima de cualquier estilo, la arquitectura debe ser humana.
Que la generación de arquitectos españoles formada para ser la más galáctica, mundana e internacional haya recuperado el genius loci, la sabiduría de la tradición y el gusto –y la lógica- de trabajar con materiales autóctonos podría no ser una paradoja. Al fin y al cabo, matar al padre es condición sine que non para crecer y madurar. Así, son muchos los proyectistas que habiendo estudiado a finales del siglo pasado -cuando como nunca antes se identificó el hacer colectivo de la arquitectura con el nombre de un solo autor- han optado por explorar otros caminos. No es que no quieran tener la fama de las estrellas del rock con las que les hicieron soñar sus profesores. Es que saben que, como Gaudí, Frank Gehry ha habido uno. Y que el tiempo de Norman Foster ya pasó. Ahora toca reinventar la profesión y, para hacerlo, son muchos los que han optado por la originalidad de regresar al origen.
Esto no es solo una reacción frente a la crisis, muchos de los nuevos arquitectos ya estaban abriendo otras vías de investigación y recuperación de tradiciones y saberes antes de que la burbuja estallase. Los derroteros de quien elige dedicar más tiempo a cada obra y no diferenciar entre proyectos alimenticios y proyectos para publicar pasan por tratar de entender en lugar de plantear cómo imponer. El resultado de ese paso atrás es una obra más austera, en general más serena, muchas veces más ingeniosa y casi siempre más satisfactoria.
El Pritzker chino Wang Shu ha construido proyectos, como el Museo de historia de Ningbo, a partir de los materiales de derribo que abundan en su país. En el Reino Unido, Caruso & St. John iniciaron la recuperación de una estética povera que indaga en la convivencia entre lo nuevo y lo viejo para potenciar la expresión y la memoria de un edificio. En París, Lacaton y Vassal remodelaron el edificio Art Decó del Palais de Tokio sin entrar con la piqueta, todo lo contrario: señalando con su restauración que toda intervención es, en realidad, temporal.
En España, en el sur están habituados a trabajar con presupuestos que, con frecuencia, dividen en dos las cifras que manejan sus colegas del norte de la península para proyectos similares. Ahora puede verse la pericia de estudios como los sevillanos Sol 89 en su Escuela de Hostelería de Medina Sidonia o como los murcianos de I+G en la restauración de la muralla de Aledo a la hora de sacarle jugo a los materiales más humildes, encontrando en ellos sorpresa.
La sucesivas intervenciones de Arturo Franco, o de Churtichaga y de la Quadra, en el Matadero de Madrid han obtenido fuerza arañando las paredes y los espacios del antiguo degolladero. Hace años que, en Mallorca, Francisco Cifuentes o SMS Arquitectos trabajan con cerámicas desnudas, con celosías y materiales sin embellecer mostrando la belleza que encierra ese desnudo.
Por otro lado, es cierto que hay maestros, como Rafael Moneo, que alertan de la dificultad de la suma frente a la siempre efectista resta: “es más fácil diseñar un edificio barato que uno caro”, ha dicho el Pritzker español. No se trata solo de abaratar la arquitectura, se trata de volver a sentirla. Con las manos y en los espacios, no solo a través de los ojos.
La nueva arquitectura lenta que casi parece cocerse en España (tal es el nuevo tempo de la profesión) no es nueva, pero se renueva en su huida del juicio visual. Busca generar otras sensaciones. Hacerse escuchar y dejarse tocar. Esta manera semi-artesana de trabajar altera el panorama no solo urbano, cambia también la economía y hasta los hábitos de consumo. Pero, como sucede con los inmuebles que admiramos, llega para quedarse, sin imponerse, arraigándose.
Por Anatxu Zabalbeacoa