La marquesa Luisa Casati y su excentricidad reinaron las tres primeras décadas del siglo XX (1881-1957), siendo la estrella más brillante en la sociedad europea, además de ser una reputada mecenas con un ojo privilegiado para reconocer la sensibilidad artística.
Luisa Casati nació en Milán en 1881 en el seno de una familia acomodada. Su padre Alberto von Amman, austriaco, fue un rico fabricante de algodón nombrado conde por el rey Umberto I. Él y su mujer, Lucia Bresci, cuidaron exquisitamente la educación de sus dos hijas, llevándolas a visitar los museos y las galerías de su ciudad. Además de la pasión por el arte que prendió en ella, se sentía fascinada por las celebridades estrambóticas, como el rey Luis de Baviera o la actriz Sarah Bernhardt.
La temprana muerte de sus padres (Lucia Bresci murió cuando Luisa tenía 13 años y su padre dos años después) la convirtieron a ella y a su hermana en las herederas de la mayor fortuna de la Italia de la época.
Con 18 años se casó con Camilo Casati Stampa di Soncino, marqués de Roma. Un año después nació su única hija Cristina. La aristocracia y su círculo le sirvieron para ampliar las amistades y para convertirse en la estrella de fastuosas fiestas. Sin embargo, Luisa pronto descubrió que su marido estaba interesado en los caballos y la caza más que en ella. Así que acabaron por habitar en residencias separadas: mientras él vivía en Roma, ella se dejaba ver en Venecia. Catorce años después de su boda, Luisa se convirtió en la primera mujer italiana en separarse legalmente de su marido.
Desde este momento dio rienda suelta a las excentricidades, y se preocupó en convertirse en “una obra de arte”. Compró el Palacio Vernier dei Leoni –posteriormente de Peggy Guggenheim- y adelantándose al “decor-rough” lo dejó en el estado ruinoso en que permanecía e incluso lo potenció. Puso en el jardín y dentro de la casa animales: pavos reales, monos, serpientes, dos guepardos, un león y otras especies que la hicieron famosa en toda Europa. Su éxito no fue de quince minutos, como preconizaba Warhol.
Exagerada con un pelo teñido de rojo, maquillada con polvos blancos y mucho khol en los ojos, en ocasiones terminaba su estilismo con una serpiente a modo de bufanda. Desde Fortuny a Erté o Poiret diseñaban vestidos y joyas para ella. Sus espectaculares apariciones nocturnas eran de una teatralidad que hubiera firmado encantado el mejor escenógrafo del mundo.
Escoltada siempre por un sirviente tunecino de casi dos metros llamado Garbi, al que pintaba el cuerpo de dorado, llegaba a la Plaza de San Marcos creando la máxima expectación. El espectáculo de Casati era un lugar al que todos concurrían. En una ocasión –y modernas artistas de la perfomance como Marina Abramovic son unas párvulas- llegó toda vestida de plumas blancas pintadas con sangre fresca. Hubo desmayos.
Viajaba, daba fiestas, coleccionaba animales y casas. Con ese tren de vida lanzado por encima de la velocidad de su época, no tardó en arruinarse. En 1930 estaba en bancarrota, sus bienes y joyas fueron subastados y desde ese momento vivió en Londres en la escasez, y según cuentan rebuscando en los mercadillos para ponerse adornos. Cuando murió, fue enterrada envuelta en una piel de animal y con su perro disecado como acompañante eterno.
Dicen que es la mujer de la que hay más imágenes de grandes pintores y de fotógrafos como Man Ray. Las pasarelas de moda de hoy en día se nutren continuadamente del estilo Casati y Cartier se basó en ella para la joya pantera.
Casati creó estilo, vivió rápido, disfrutó de amantes y belleza y su espíritu libre unido a sus posibilidades económicas hicieron de ella la mujer más sorprendente de su época. Sin lugar a dudas, la marquesa Casati era la mujer más escandalosa de su época. Luisa viajó dondequiera que le llevó su fantasía.
“La marquesa no deseaba gustar, sino estimular. Conocía bien el mundo y lo despreciaba. Y por eso regalaba al mundo la imagen de un ser inmune a las críticas y a las convenciones” (Quentin Crisp)