Nació como una práctica protección de las manos ante el frío y los trabajos duros, pero pasó a ser una prenda indispensable para señores y señoras, un signo de distinción y elegancia.
Nuestro lenguaje da fe de ello. Con una elevada carga ritual y de simbolismo, el guante era, no hace mucho tiempo, parte imprescindible de la indumentaria de un caballero. Por ello, decimos ‘con guante blanco’ o ‘con guante de seda’ para referirnos a las acciones que se realizan con diplomacia y buenas maneras, porque es ‘de guante blanco’ quien actúa de modo elegante o sin violencia. En cambio, ‘arroja el guante a alguien’ (o le da un guantazo en la cara) quién está retando a quien, si ‘recoge el guante’, acepta el desafío. ‘Echa un guante’ quien procura financiación para un acto benéfico. Se dice del que es dócil que es ‘más blando y más suave que un guante’, y ‘va como un guante’ aquello que se adapta perfectamente. Son algunas de las locuciones que muestran, por un lado, el papel consuetudinario que guante tenía en la vida del caballero y, por otro, la calidad y confort de esta prenda.
Las normas de urbanidad ha dado al guante un tratamiento similar al que recibe el sombrero. Como casi todas las normas están basadas en el en el sentido común. Con excepción de los largos de las señoras, los guantes deben retirarse para saludar y, siempre, para cualquier actividad en el interior.
Aunque su uso como prenda puramente decorativa se inició en la Edad Antigua, la generalización del uso de esta del guante llegó mucho más tarde. El oficio de guantero se desarrolló en Europa a partir del siglo XIV. En aquellos tiempos, los guantes se elaboraban con una amplísima variedad de tejidos y de pieles; de buey, de ciervo, de alce, de cabra e, incluso, piel de perro, lo que en aquellos tiempos no despertaba rechazo alguno. Por ejemplo, lady Knollys, condesa de Essex y de Leicester, recibió del embajador es – pañol Antonio López un par de guantes perfumados como presente, con el que se adjuntó una carta en la que decía: “Estos guantes, señora, están hechos de la piel de un pe rro, el animal más elogiado por su fidelidad”. Los guantes, convertidos ya en un símbolo de estatus, se adornaban con bordados, ribetes, hilos de seda y piedras preciosas.
En aquellos tiempos, los talleres y guanterías de mayor prestigio se encontraban en España. La fama de sus guantes perfumados era tal que el escritor francés Antoine Furetière reconocía que era el regalo más apreciado de cuantos viajaban a nuestro país. Particularmente renombrados en todo el continente eran los guantes de Ocaña –que, fruto de una mala traducción, los franceses confun – dían con guantes de piel de oca–.
Los otros grandes productores de guantes de los siglos XIV a XVIII fueron italianos, franceses y británicos.
Con el paso del tiempo, los procesos de elaboración vivieron una progresiva sofisticación, utilizándose pieles cada vez más finas –tan delicadas como la del pollo e incluso la de sus crías, antes de salir del huevo– y de tejidos selectos como la seda, el satén, el terciopelo o el lino. Los guantes se perfumaban y cubrían con ungüentos para suavizar la piel. Estos aromas y adornos en los guantes fueron llevados por los caballeros hasta la llegada de ‘la Gran Renuncia’ a principios del siglo XIX.
A partir de ese momento, la indumentaria masculina se uniformó en su conjunto y particularmente en los guantes, que pasaron a ser cortos, de gamuza, ante o cabritilla de color blanco, gris o de colores discretos y lisos.
Los primeros automóviles previeron el uso de esta prenda e incorporaron un espacio específico para guardarlas: la guantera.
Guantes de excepción
La excelencia en un guante sólo se consigue si se dan tres condiciones: unas materias primas de magnífica calidad, el dominio de la técnica de cada una las fases de su elaboración y, en todo caso, que las medidas volumétricas del guante coincidan con la de las manos de su futuro propietario.
Una de las leyendas sobre Beau Brummell es que necesitó tres sastres distintos para confección de un par de guantes, cuya finura era tal que en ellos quedaban dibujados todos los rasgos de sus manos. Lo cierto es que la confección de los mejores guantes de hoy es mucho más sencilla. No obstante, la especialización de algunas compañías –dedicadas a una elaboración eminentemente manual– permiten alcanzar niveles de excelencia sobresalientes y visibles en múltiples detalles.
Las pieles comúnmente utilizan las buenas casas son las de oveja y cordero obtenidas de los mejores curtidores y seleccionadas una a una, aunque se pueden usar también pieles de antílope, ciervo, reno, ternera y pieles de aligátor o cocodrilo. La más apreciada de las pieles para la confección de guantes es la que se obtiene del pecarí, un mamífero artiodáctilo que habita en Latinoamérica y guarda cierto parecido morfológico con el jabalí cuya piel ofrece características óptimas de elasticidad, finura y durabilidad.
Con el fin de conseguir el máximo confort, las cualidades que se buscan principalmente en la piel es la flexibilidad y delgadez. Para conseguirlas, el maestro artesano escoge las mejores piezas y, una vez cortadas –y antes de recibir la forma básica en el troquel– las estira a mano con suavidad. El corte como se realiza individualmente, pieza a pieza, guante a guante.
No todas las costuras se realizan a mano. En algunos casos, el resultado que se obtiene con el apoyo de una máquina puede ser mejor en términos de resistencia. No obstante, los mejores artesanos realizan a mano las costuras que unen las distintas piezas de los dedos que quedan a la vista, consiguiendo de este modo el ajuste más ceñido.
Entre los fabricantes de mayor prestigio en Europa se cuentan el taller bergamasco de Mazzoleni; la romana Merola; Dents, el histórico establecimiento británico de Worcerster; el también birtánico Chester Jefferies y el taller holandés de Ines van den Born, más conocida como Ines Gloves.
Destacados:
A PARTIR DEL SIGLO XIV, LOS GUANTES PERFUMADOS FUERON UN REGALO MUY HABITUAL ENTRE LOS NOBLES DE TODA EUROPA.
ESTAMOS VIVIENDO EN LOS ÚLTIMOS AÑOS A LA RECUPERACIÓN DEL USO DEL GUANTE COMO ACCESORIO.
Por Rafael Rossy