Si en alguna ocasión las grandes revistas de moda quieren referirse al gran estilo americano de los sesenta –años dorados de la jet set- nombran a Babe Paley. Elegancia inmortal. Mujer de una raza extinta. Parte de una época en donde la sofisticación era ya herencia de nacimiento y se llevaba con completa naturalidad porque así debía ser. Babe Paley, esposa de un magnate de las comunicaciones, editora de moda de Vogue, musa inspiradora e icono eterno del estilo murió a fines de los setenta, pero su espíritu sigue vivo y la encontramos citada en muchas de las revistas actuales.
Según el mitómano escritor Truman Capote, acompañante de las ricas y famosas además de grandísimo desmitificador, “Babe Paley solo tenía un defecto: era perfecta, a pesar de eso, era perfecta”.
El estilo de algunas mujeres se nutre de su propia vida, de lo que hace cada mañana, de lo que lee, de qué come, de quiénes son sus amigos. El estilo es pasión y conjuro de la providencia diaria. El estilo se trabaja. Alimentarlo en medio del demoledor día a día es una señal de vocación, de serenidad, nunca de frivolidad. Vestirse no es disfrazarse, tiene que ver con el estilo. Y se tiene, se entrena o nada.
Todas las vidas que son como perlas perfectas tienen algunas fallas escondidas generalmente en el dormitorio o en el espejo del cuarto de baño. Babe estaba distanciada de sus hijos, sus dos maridos la engañaron quizás aburridos de tanta perfección, creía no estar suficientemente delgada, y vivía de puertas a dentro en sus perfectas casas, una vida de lujo y soledad.
Pero la perfección cuesta porque sabemos que alcanzarla es imposible. La principal misión de esta mujer fue crear una vida perfecta, con un estatus perfecto, un clóset perfecto y una familia perfecta. Babe y su segundo marido organizaban fabulosas fiestas a exclusivos invitados al “club Paley» que quedaban admirados y lo manifestaban. Sin embargo, su elegancia era comedida y discreta, sin detalles estridentes o llamativos. El estilo de Babe se basaba en algo no manifiesto: nada concreto que pudiese grabarse en la memoria; ni su pelo, ni su maquillaje, ni sus complementos. Nunca eras consciente de lo que llevaba. La veías y simplemente era Babe.
Su primer matrimonio con un rico petrolero fue en la época que trabajó como editora de Vogue y fue según cuentan una excelente descubridora de tendencias. Pionera en demostrar la elegancia del maquillaje sencillo, arriesgada con contraste de negro y azul, de un paseo por el campo con pantalones y sombrero de paja hizo un “must”, y un día cualquiera se le ocurrió quitarse el pañuelo del cuello y anudarlo al bolso y fue “trending topic” en la época en que no existían las redes sociales.
Por fruslerías como estas una mujer es elegante, porque es sencillamente la primera en hacerlo. Además de hacerlo bien. Nunca iba “overdressed”. En su haber hay que añadir un toque denostadísimo ahora mismo en España: dejarse canas.
Capote, que ingería enormes cantidades de alcohol y barbitúricos, alternaba con las personas más famosas de su época, para las que se convirtió en una pequeña y maliciosa mascota. No era una mascota sino un escritor y un día decidió contar todo lo que había visto. El resultado fue «Plegarias atendidas», que le granjeó el odio y el rechazo de aquellos que alguna vez lo habían celebrado. La verdad, en los salones de altas gamas y discretos matices, no es bien recibida.
Eran tiempos en los que no había aparecido el exceso dorado del bling-bling y existía un grupo de mujeres de millonarios que se reunían en un hábito que las hizo famosas: el almuerzo que convirtieron en la hora del verbo. Hablaban de sus vidas; lujosas, turbulentas; entretenidas a ratos y con muchas mesas que organizar y decorar.
Babe fue la mujer que todos los fotógrafos de alta moda quisieron poner delante de su objetivo, la mujer que envidiaban los maridos de sus amigas, adorada por todo Nueva York menos por su marido, un magnate insolente que le demostraba en público su desdén.
Babe era perfecta pero su vida no lo era. Quizás debido a escenas sofocantes decidió un día quitarse el pañuelo Hermès y anudarlo descuidada pero perfectamente en la correa de su bolso.
Perteneció a ese grupo de las llamadas “cisnes” por Capote y definidas por el periodista Bob Colacello en Vanity Fair como “the ladies who lunch”.