Érase una vez París en los años 20 y 30, en la época del jazz. Los bellos y malditos se dejaban ver por los cafés. Años entre dos guerras mundiales, en los que todos se divertían hasta que llegó el fascismo y mandó parar.
Una figura alta y delgada con un vestido de talle bajo, un cigarrillo en una mano y una bebida fuerte en la otra logra que un grupo de hombres parezcan hipnotizados. Ella es Nancy Cunard, la mujer que posiblemente mejor empleo ha hecho de las pulseras como elemento de estilo. A menudo llevaba brazaletes vintage de marfil africano en sus delgados brazos; desde la muñeca hasta el codo. Estas pulseras se convirtieron en su marca registrada, mucho antes de la invención del estilo étnico.
Nancy fue escritora, heredera de los navieros Cunard y activista política. Nació en el seno de la clase alta británica, pero rechazó enérgicamente los valores de su familia, dedicando gran parte de su vida a luchar contra el racismo y el fascismo. Cunard no era solo la pobre niña rica que era estimada por ser la musa, patrocinadora y amante de muchos de los escritores y artistas de esos años- incluyendo a Aldous Huxley, Ezra Pound, Louis Aragón, Samuel Beckett, Wyndham Lewis, Constantin Brancusi y Oskar Kokoschka-, sino que además era una buena poeta con varios libros y una activista feroz contra los prejuicios y la injusticia. Tenía estilo en más de un sentido, no simplemente vistiendo sino que se adornaba con una cabeza repleta de buenas ideas.
Era alta, delgada y rubia, con piernas largas, piel blanca y ojos azul-verde mar, grandes y traslúcidos. No era exactamente una belleza, pero supo dramatizar su aspecto con apariencia afectada para crear su propio gran estilo bohemio.
La fotografía de un breve matrimonio de conveniencia a los 20 años nos revela a una joven de cara dulce y redonda, con mechas rizadas y vestidos hasta los tobillos. Al trasladarse de Londres a París en 1920, la ciudad ideal para ser escritora, comenzó lo que ella siempre consideró la vida real como mujer independiente. Cunard se cortó el pelo tipo flapper, dejó sus rizos pegados a las mejillas, y remarcó sus pálidos ojos con kohl negro, también pintó su pequeña boca de color rojo oscuro y se vistió con faldas cortas.
Por entonces fumaba sin parar en una larga boquilla y empezó a interesarse de manera exhaustiva por todo tipo de arte y con más pasión por la cultura africana. Y si añadimos que vivió con un músico negro de jazz llamado Henry Crowder, nos hacemos una idea aproximada de la impresión que causaba incluso en un París repleto de americanas excéntricas.
La escritora neoyorquina Janet Flanner, escritora del New Yorker y que estaba medio enamorada de Cunard, se encontró con Crowder en la calle un día y le preguntó por qué siempre estaba magullado. «Sólo es trabajo duro con una compañera que no se quita las pulseras, señorita Janet”, respondió él con calma.
Otro de los grandes escritores, Aldous Huxley, obsesionado con ella dio a la heroína de su novela el nombre de Cunard. También fue la mujer que se involucró sin miedo en la lucha antirracista americana y que consiguió miles de dólares para ambulancias y propaganda para los repúblicanos españoles.
Original y sorprendente, rompió con su familia y su fortuna. Man Ray la fotografió, Curtis Moffat la retrató junto a su amante Louis Aragon, uno de los padres del surrealismo. Inspiró a Brancusi y Kokoschka. Y en su editorial publicó a Samuel Beckett, Laura Riding y Ezra Pound. Pocas mujeres han iluminado a las mentes más privilegiadas del gran siglo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, que pasó en Londres, volvió a Francia, donde vivió el resto de su vida. Siguió escribiendo dedicada a la campaña de las causas en las que creía. Su vejez fue dura, abandonada por todos aquellos que patrocinó. Pero incluso cuando estaba enferma y anciana consiguió mantener su porte de elegancia. Un conocido de esos años escribió: “una chica me dijo en una ocasión: en aquella habitación, al fondo de la misma, está la mujer más hermosa que he visto. Y cuando que me acerqué, me di cuenta de que era Nancy Cunard”.
Navegó por muchos mares con la misma elegancia que los barcos de su apellido, fue elegante, solidaria, triste, solitaria y final: “todo lo que me quedó en la vida es esta sensación de furiosa indignación”.
Nancy fue de las mujeres que dejan huella. Porque sabía que para descubrir los océanos hay que tener el coraje de perder de vista la costa.